Ananda, el discípulo más cercano, le pidió a Buda: – ¡Dame permiso para darle su merecido a este hombre! Buda se limpió la cara con serenidad y le respondió a Ananda: – No. Yo hablaré con él. Y uniendo las palmas de sus manos en señal de reverencia, le dijo al hombre: – Gracias. Con tu gesto me has permitido comprobar que la ira me ha abandonado. Te estoy tremendamente agradecido. Tu gesto también ha demostrado que a Ananda y a los otros discípulos todavía pueden invadirle la ira. ¡Muchas gracias! ¡Te estamos muy agradecidos! Obviamente, el hombre no daba crédito a lo que escuchaba, se sintió conmocionado y apenado.
Una mañana, como otras tantas, entré a la cocina a preparar un café en el microondas. Giré mi torso y lo volví a ver ahí, en su jaula blanca.
Ya no pude más, no soportaba ver a ese pajarito encerrado de por vida. No había hecho ningún mal. Tan solo alguien decidió atraparlo o comprarlo en algún momento y encerrarlo.
Esa mañana sería la última. Decidí liberarlo. Abrí su pequeña puertecita tirando levemente de uno de sus finos barrotes. Aleteaba, batía alocadamente sus alas intentando huir de mi mano. No se resistió mucho, fue fácil cogerlo.
Me dirigí con él en la mano a la calle. Era una fría y despejada mañana de diciembre. Puse mis manos a la altura de mi cintura y las levanté para darle impulso a su vuelo.
Fue un segundo de liberación y seguidamente de frustración. El pajarito no levantaba el vuelo. No sé si no sabía, si no podía o si no quería volar. Se quedó parado sobre el techo helado de un coche. Me dirigí hacia él. No huyó. Me dejó cogerlo. Volví a repetir la acción. Y obtuve el mismo resultado.
Qué pena me dio ese pequeño animalito. Ya no podía volar. Ya no podía hacer eso para lo que estaba hecho. Tanto tiempo en esa mísera jaula, que ya no podía hacer lo que cualquier pájaro en libertad hace.
Hubo mañanas en las que parecía mirarme, como preguntándome ¿Dónde creías que iba a ir después de tanto tiempo encerrado?
Y ahí, en esa jaula blanca, vivió el resto de sus días.
Érase un incendio en un frondoso bosque y érase un ciervo que en el bosque habitaba. Huía este, el ciervo, del fuego. Más, a una bifurcación llegó. Tres caminos se le presentaron, tres dudas lo amenazaron. Una la entendía, otra la desconocía y la última la temía. Tal fue su escalofrío que el fuego lo alcanzó.