La mayoría de los seres humanos, son como las hojas que caen de los árboles, que vuelan y revolotean por el aire, vacilan y por último se precipitan al suelo. Otros, por el contrario, casi son como estrellas: siguen un camino fijo, ningún viento les alcanza, pues llevan en su interior su ley y su meta.
Ananda, el discípulo más cercano, le pidió a Buda: – ¡Dame permiso para darle su merecido a este hombre! Buda se limpió la cara con serenidad y le respondió a Ananda: – No. Yo hablaré con él. Y uniendo las palmas de sus manos en señal de reverencia, le dijo al hombre: – Gracias. Con tu gesto me has permitido comprobar que la ira me ha abandonado. Te estoy tremendamente agradecido. Tu gesto también ha demostrado que a Ananda y a los otros discípulos todavía pueden invadirle la ira. ¡Muchas gracias! ¡Te estamos muy agradecidos! Obviamente, el hombre no daba crédito a lo que escuchaba, se sintió conmocionado y apenado.
Sientes como los pies se hunden levemente y la arena mojada se mete entre los dedos. Una suave brisa acaricia la piel. El sonido y olor del mar invaden nuestros sentidos.
Jugueteamos, corremos, reímos y sentimos la belleza que nos rodea. Naturaleza y emociones confluyen, se encuentran en nuestro camino y embriagan nuestra percepción.
«Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo. Ni siquiera yo. Si tienes un sueño, tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo por ellos mismos, te dirán que tú tampoco puedes hacerlo. ¿Quieres algo? Ve por ello y punto».
En ocasiones, palabras como estas, de una simple película, nos pueden motivar, nos pueden dar un pequeño empujón cuando más lo necesitamos.
La libertad. Fragmento de Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes
«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre…».
«Freedom, Sancho, is one of the most precious gifts that heaven has bestowed upon men; no treasures that the earth holds buried or the sea conceals can compare with it…».
Una mañana, como otras tantas, entré a la cocina a preparar un café en el microondas. Giré mi torso y lo volví a ver ahí, en su jaula blanca.
Ya no pude más, no soportaba ver a ese pajarito encerrado de por vida. No había hecho ningún mal. Tan solo alguien decidió atraparlo o comprarlo en algún momento y encerrarlo.
Esa mañana sería la última. Decidí liberarlo. Abrí su pequeña puertecita tirando levemente de uno de sus finos barrotes. Aleteaba, batía alocadamente sus alas intentando huir de mi mano. No se resistió mucho, fue fácil cogerlo.
Me dirigí con él en la mano a la calle. Era una fría y despejada mañana de diciembre. Puse mis manos a la altura de mi cintura y las levanté para darle impulso a su vuelo.
Fue un segundo de liberación y seguidamente de frustración. El pajarito no levantaba el vuelo. No sé si no sabía, si no podía o si no quería volar. Se quedó parado sobre el techo helado de un coche. Me dirigí hacia él. No huyó. Me dejó cogerlo. Volví a repetir la acción. Y obtuve el mismo resultado.
Qué pena me dio ese pequeño animalito. Ya no podía volar. Ya no podía hacer eso para lo que estaba hecho. Tanto tiempo en esa mísera jaula, que ya no podía hacer lo que cualquier pájaro en libertad hace.
Hubo mañanas en las que parecía mirarme, como preguntándome ¿Dónde creías que iba a ir después de tanto tiempo encerrado?
Y ahí, en esa jaula blanca, vivió el resto de sus días.